miércoles, 13 de junio de 2012

Cortarse un pelo


Hay personas que tienen un don, que en su quehacer van más allá del simple hecho de hacer, que hacen de lo más simple un arte. Es el don del que sabe lo que tiene entre manos, que analiza, evalúa y, con estilo natural, resuelve fácilmente.

Y eso ni es fácil ni se encuentra fácilmente. Es la generosidad del don. Si hay algo mágico para las mujeres es la capacidad que tiene buen corte de pelo para dar un nuevo aire a nuestra apariencia. Sin embargo, nuestras expectativas con frecuencia se ven frustradas, porque la técnica se puede aprender, pero superar las barreras de la técnica requiere el don de la curiosidad, de querer saber más, de experimentar e innovar, de arriesgarse y hasta saber imponer el propio criterio. En definitiva, de alcanzar el punto de encuentro entre entendimiento y gracia.

Por eso aquel día, aunque colgaba el cartel de cerrado, llamé al móvil que había en la parte inferior del cristal. “Peluqueriarte. Estilistas”, decía el letrero del establecimiento. Nadie contestó. Lo había visto mientras caminaba por el paseo marítimo, al otro lado de la calle. Sólo me quedaba esa tarde. Pensé que no habría nada que hacer pero al cabo de un rato me devolvieron la llamada. Los lunes no madrugaba porque el domingo siempre trasnochaba. Eso dijo.  Quedé en ir a las 5.

Era un hombre corpulento, desenvuelto, activo. Cuando llegué peinaba a una niña, una melena  larga y lisa, desprovista de artificios, la belleza de la sencillez sobre unos hombros inquietos. Después me llegó el turno. Pasé a lavarme. Espera. Se acercó con un taburete y me dijo que colocara allí los pies. En mi vida me he visto en otra. Y sí, era enérgico. Nada de masajes relajantes de estos que te venden por ahí pero que sales dolorida de tener la espalda en tensión. Él lavaba a su aire, y de alguno de sus enjuagues me llegó el agua hasta los pies que, aunque en alto, yo no veía, pero sentía.

Y antes de cortarme le expliqué. Le expliqué sobre mi remolino y en seguida me entendió: necesitas que la capa pese un poco. Me separó el pelo en partes, me imagino que para averiguar cuál sería su caída cuando cortara. Me dio su opinión y estuve de acuerdo. Cuatro tijeretazos -interrumpidos por el pescadero que le llamó desde la calle para entregarle dos lubinas- y el corte estuvo terminado.

Tardó bastante en peinarme porque quiso cotillear sobre mi vida y yo sobre la suya. Había vivido durante muchos años en Barcelona pero por diversas razones decidió irse cerca de su madre, un pueblo del interior del que acabó hastiado por los cotilleos y el control que sobre su vida ejercían los vecinos. Decidió entonces tirar hacia el mar. Tengo la gran ventaja de poder llevarme mi profesión a cualquier parte. Había trabajado para la televisión, para el cine… No creas que empecé aquí, en primera línea de playa, esto, para mí, es lo más de lo más y aquí me voy a quedar. Estuve mucho tiempo en el interior de la población, en un sitio bastante escondido, hasta que me hice con clientela y me permitió acercarme al mar. Ahora he encontrado mi sitio, me gusta este lugar, me gusta mi profesión, me gusta hablar con la gente y eso es lo que hago durante todo el día.

Cuando me iba me regaló un boli, y me dio una tarjeta: la próxima vez que vengas te ponemos los pelos de colores.

Llevaba aplazando el corte de pelo semanas, todavía me duraba la forma, la gracia, pero ya era incómodo, así que el lunes decidí ir a cortármelo. Y avisé de mi remolino y de que lo quería cómodo, que mi pelo es de lavado día sí día no. Y la peluquera dijo sí, y bostezaba, y hoy le he metido yo un poco la tijera mientras me acordaba de aquella peluquería frente al mar…